Asonancias para el paso de los años

Se desperdician los años que no aportan al carácter circunspección y mesura. Virtudes de madurez que nos llevan a mirar con reposo el entorno en el que estamos, sin confundir ni mezclar nuestro yo con las cosas que acaecen. Esa aptitud de enjuiciar que rehúsa pronunciar apresuradas ni aprobación ni censura. Como así corresponde al soberano que debiera residir en los adentros –distante y en la distancia de los acaeceres y cosas. Y cuando ese acercamiento nos sea propio o exigido, con el tacto mesurado de la esencia y el detalle. Como exige con los años la prudencia, con su moral y su arte.

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Tejados de la pandemia

Si miro atrás, en los ya muchos años que este blog lleva viviendo, veo hallazgos de experiencias de un momento. Como aquella, muy distante, en que escribí sobre los tejados que desde mi balcón oteaba en una tarde. Entonces eran momentos sin pandemia –al menos, que se supiera. Salvo esa pandemia moral con la que a diario, en lo cerca y en lo lejos, convivimos. Pero entonces podíamos pasear y viajar sin restricciones. Movernos y abarrotar las terrazas, los teatros, los auditorios y bares. Ahora la cosa es tan extraña y tan distinta –aunque ya se habitúan los ánimos a este modo contrahecho de vivencias. Y pienso en un escribiente que hoy desplegara su trazo acerca de esos tejados, impedido de rebasar los límites del espacio en el que vive. Cómo un escrito, no sólo lo que relata sino también sus estilos, hablaría sin decirlo del sujeto que lo alumbra singular y de un momento –de su universo minúsculo: lo particular donde se afirma el desastre general de la epidemia.

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Para eludir a la secta

La recitación común en grupos, monocorde y al unísono, tiene un aspecto de secta. Y se percibe mejor cuando el objeto es confesión comunitaria, o plegaria concebida de antemano y que enajena. Como asistiendo a un diluirse los sujetos en esa unidad que, anonadando, los niega. Y reclamando la adhesión irreflexiva de corazones y mentes. No digo que así sea en todas las ocasiones. Pero hay momentos en que algo subterráneo se rebela en el submundo de sociedades nihilistas y avanzadas –como una negación que sordamente amenaza. Lo que acontece asimismo si el recitado se produce en cánticos colectivos que persiguen la anulación y el éxtasis. Aunque hay en ello una vía de salvación, o nobleza preexistente y venidera, si se preserva el sujeto –el individuo: en la libertad con que el pensamiento asintiera por sí mismo al recitado o, si se trata del canto, en la libertad del arte.

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Las razones de un descrédito

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No sé si preocupa lo bastante el descrédito moral que se granjean muchos políticos. Ese desparpajo con que se invocan valores que son tan sólo retórica para el consumo masivo en televisión o redes. Valores esquemáticos y apenas recién traídos, que más que convicción parecen una coartada. El afán dictatorial con que no escuchan, sino usan su poder queriendo moldear el sentir y la opinión de aquellos a quienes gobiernan. Su manipulación del saber al nivel de la apariencia –relajado hasta el estado de instrumento, de falsedad o consigna. Esa suficiencia con que imponen sus designios, sin que se muestre respeto a la convicción social y la expresa voluntad de mayorías de electores. La naturalidad con que amparan su falta de integridad en acuerdos contrahechos, que no tienen más representación que una urdimbre aritmética. Un escándalo patente que aventura, no ya una mala salud que corroe la democracia, mas la constatación de un decaer que ya previera Aristóteles: degeneración a lo peor que porta la demagogia –la mansedumbre ignorante, y la ambición sin medida ni escrúpulo. Sin contestación moral rotunda, cuando tanto se precisa.

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Ahora o para siempre

Ese día que mañana será, Dios mediante. Lunes de comienzo o de final de semana, según se fije el inicio. Lunes laboral que da comienzo a la serie semanal de jornadas indistintas. Con repetición cansina y uniforme para tantos. Y sobre todo estos tiempos de pandemia, donde el ser asalariado no distingue el lugar donde otrora la libertad palpitara en la intimidad doméstica. Pero hoy, cuando el domingo es tal el viernes lo hubo sido –o el martes, o el lunes, o cualquiera de los días-, alguien sentirá en la cerviz el yugo que lo unce silencioso a esa rueda recurrente. Como si algo sobrehumano dictara que su libertad ha de ser un don administrado por alguien que vigila, ahora o para siempre: un poder que nos guía reduciendo y, protegiendo, aniquila.

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Cuestiones de libertad y palabras

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Ya hubo quien escribía que lo peor de los ismos es su proselitismo. Aunque también es verdad que no pasa de ser una frase ocurrente. Porque cualquiera de nosotros con seguridad ve con agrado alguna realidad cuyo nombre cae bajo un ismo, sin llegar a esos extremos. Y si no, pruebe el lector a hacer una indagación somera en su memoria. Aunque otra cosa sería decir que lo peor de los ismos es lo fácil que desembocan en un totalitarismo. Por ejemplo, el feminismo. Aunque no voy a entrar ahora en desnudar la mistificación de este concepto en la práctica política de hoy, hasta el punto de abolir su sentido originario. Pero sí diré que los totalitarismos cuentan siempre con apropiarse del lenguaje, un bien indispensable que antes era de todos y de cualquiera. Yo recuerdo, a este propósito una antañona propaganda de electrodomésticos en televisión en blanco y negro, en la que se concluía diciendo: moraleja, compre una AGNI y tire la vieja. Y se veía en dibujos a uno que tiraba por la ventana a la suegra. Entonces se bromeaba y se reía inocentemente, y ello no impedía que los yernos cuidaran de las suegras como tal vez hoy no se hace en algunas ocasiones. Pero ahora, en materia de sexos y géneros gramaticales, el lenguaje se nos ha vuelto un camino intransitable. El mismo que ahoga la libertad en ámbitos muy dispares. Y uno –el que escribe- que no está por la labor de que se apropien de su lenguaje y que lo lleven a donde nunca creyó que debiera encaminarse, no está por humillar la cerviz de la lengua universal y que pertenece a todos –los pasados, los presentes y futuros. Ni de sobreactuar a la contra, deviniendo lo que algunos malamente desearían. Incluyendo, en ese algunos, a las damas asimismo militantes que querrían adversario más vulnerable –más estúpido o más simple, como una diana más fácil.

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Educar, como a inmortales

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Mucho yerran, en un aspecto, esos padres que pretenden que sus hijos amen el camino que conduce a la excelencia. Pues no es un empeño fácil, como la educación es tarea permanente y esforzada. Pero, además, sujeta a muchas renuncias: una de ellas, a ser tal uno entre tantos –reconocible por los demás, por una comunidad acomodaticia de valores, creencias y aspiraciones. Pues es cierto que la excelencia singulariza a aquellos que la portan, segregándolos –y poniéndolos en un aparte de la sociedad que reconocen los hombres. Y así, es camino de soledad y futuro resignado. Aunque también habrá que decir que no hay padres que renuncien a ese anhelo para el hijo, si conocieron por sí la dignidad del saber y el valor que porta el ser hombres íntegros. Como una justicia que presienten aquellos que, cada mínimo instante, viven la inmortalidad -en especie, vagamente.

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