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No sé si preocupa lo bastante el descrédito moral que se granjean muchos políticos. Ese desparpajo con que se invocan valores que son tan sólo retórica para el consumo masivo en televisión o redes. Valores esquemáticos y apenas recién traídos, que más que convicción parecen una coartada. El afán dictatorial con que no escuchan, sino usan su poder queriendo moldear el sentir y la opinión de aquellos a quienes gobiernan. Su manipulación del saber al nivel de la apariencia –relajado hasta el estado de instrumento, de falsedad o consigna. Esa suficiencia con que imponen sus designios, sin que se muestre respeto a la convicción social y la expresa voluntad de mayorías de electores. La naturalidad con que amparan su falta de integridad en acuerdos contrahechos, que no tienen más representación que una urdimbre aritmética. Un escándalo patente que aventura, no ya una mala salud que corroe la democracia, mas la constatación de un decaer que ya previera Aristóteles: degeneración a lo peor que porta la demagogia –la mansedumbre ignorante, y la ambición sin medida ni escrúpulo. Sin contestación moral rotunda, cuando tanto se precisa.

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