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Ya hubo quien escribía que lo peor de los ismos es su proselitismo. Aunque también es verdad que no pasa de ser una frase ocurrente. Porque cualquiera de nosotros con seguridad ve con agrado alguna realidad cuyo nombre cae bajo un ismo, sin llegar a esos extremos. Y si no, pruebe el lector a hacer una indagación somera en su memoria. Aunque otra cosa sería decir que lo peor de los ismos es lo fácil que desembocan en un totalitarismo. Por ejemplo, el feminismo. Aunque no voy a entrar ahora en desnudar la mistificación de este concepto en la práctica política de hoy, hasta el punto de abolir su sentido originario. Pero sí diré que los totalitarismos cuentan siempre con apropiarse del lenguaje, un bien indispensable que antes era de todos y de cualquiera. Yo recuerdo, a este propósito una antañona propaganda de electrodomésticos en televisión en blanco y negro, en la que se concluía diciendo: moraleja, compre una AGNI y tire la vieja. Y se veía en dibujos a uno que tiraba por la ventana a la suegra. Entonces se bromeaba y se reía inocentemente, y ello no impedía que los yernos cuidaran de las suegras como tal vez hoy no se hace en algunas ocasiones. Pero ahora, en materia de sexos y géneros gramaticales, el lenguaje se nos ha vuelto un camino intransitable. El mismo que ahoga la libertad en ámbitos muy dispares. Y uno –el que escribe- que no está por la labor de que se apropien de su lenguaje y que lo lleven a donde nunca creyó que debiera encaminarse, no está por humillar la cerviz de la lengua universal y que pertenece a todos –los pasados, los presentes y futuros. Ni de sobreactuar a la contra, deviniendo lo que algunos malamente desearían. Incluyendo, en ese algunos, a las damas asimismo militantes que querrían adversario más vulnerable –más estúpido o más simple, como una diana más fácil.

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