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En la presente edición del ciclo anual de música renacentista y barroca de Vélez Blanco, la Capella de Ministrers ha interpretado piezas de Tomás Luis de Victoria, Canticum Nativitatis Domini. Quizás una de las más discretas y logradas ejecuciones entre las habidas durante la semana que acaba de concluir. Porque, en música, el intérprete no siempre escapa a la tentación de suplantar un protagonismo que, en puridad, no corresponde tampoco al compositor ni a la obra misma.

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La obra musical, entre todas las artes, cumple la condición singular de requerir –para ser percibida- el ejercicio intermediario de la ejecución. La obra, mediada por la interpretación, se muestra como mundo vivo y propio en el que rige una específica temporalidad. Por esto, el silencio de la audición es más que una condición material del oír: es necesaria obliteración de cualquier otro mundo, de cualquier ajena temporalidad.

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Visitar un museo puede ser, en algunos casos, un acto de erudición. El guía, como en otro plano el crítico, nos llevan hasta el límite de los saberes que confluyen en el lienzo. Técnica pictórica, biografía, historia, cultura o sociedad. En ocasiones, lo necesario para entender el arte y su contextualidad. Nos dejan ante un objeto –brillante, único… pero no ante una creación. Hay también obras de arte que, vivas, nos desafían o nos hablan, nos contestan o nos atraen hacia sí. Como constituyendo una pregunta que se ahonda, un espacio tensado en un presente que sólo le pertenece a él.

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Vélez Blanco: Tomás Luis de Victoria, Canticum Nativitatis Domini. Un auditorio poseído por un silencio que no es sólo exterior. Interpretación que evita la opacidad estéril de un virtuosismo sin más. El academicismo cede ante la obra, en su soterraña y viva verdad. Posiblemente algo callado en la música, allí aconteció.

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