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Mientras paseábamos la acera de la Gran Vía populosa, y fijándonos en el trasiego de gentes que tanto venían como iban, JLG me decía que en cada transeúnte hay un mundo diferente –en sus sentidos, su corazón, su cabeza. Y con tanto derecho a existir como para uno lo tiene el propio. Ese mundo que nos hacemos sin demasiado pensarlo: a fuerza de percibir, de sentir, de precisar o entregarnos. Hay también paseantes, por la vida, que tienen mundos propios que merecen ser expuestos, aprendidos –comprendidos: que bien merecen la pena. Filósofos todos ellos. Y así lo digo, cobijando en la palabra a todo aquel que hace un mundo con rigor y con coherencia. Tantos filósofos como universos creados, pero buscando encontrarse. Yo he visto en ellos un rasgo: un corazón diminuto que late en el centro del mundo que se organiza –articulando, y que irradia. Entre ellos, a Agustín García Calvo le escuché y leí que es un lenguaje musical y matemático la materia que nos hace. No diré yo tal como verdad asumida. Aunque sostengo que la música en palabras, su trabajo al interior y su poesía, dan su luz al pensamiento. Y a los hombres, una verdad en la vida.

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